miércoles, 17 de octubre de 2012

PLATÓN Y LAS DEMOCRACIAS.

Hasta en la antigua Atenas, la gobernación democrática era controvertida. Platón la veía con escepticismo. Se consideraba débil porque estaba en manos de personas ignorantes que se dejaban persuadir con facilidad por las palabras conmovedoras de posibles demagogos. Sócrates dio a entender que la democracia no era más que oclocracia, gobierno de la plebe. Y según el libro A History of Political Theory, Aristóteles, sostenía que “cuanto más democrática se vuelve una democracia, más tiende a ser gobernada por la plebe, [...] degenerando en tiranía”.

Otros han expresado también recelos similares. Jawaharlal Nehru, ex primer ministro de la India, dijo que la democracia era buena, pero luego añadió las palabras aclaratorias: “Digo esto porque otros sistemas son peores”. Y el escritor inglés William Ralph Inge escribió en cierta ocasión: “La democracia es una forma de gobierno que puede defenderse racionalmente, no como buena, sino como menos mala que todas las demás”.

Analicemos este asunto teniendo en cuenta la perspectiva de Platón.

La democracia tiene varios puntos débiles. En primer lugar, para que tenga éxito, las personas deben estar dispuestas a anteponer el bienestar de la mayoría al suyo propio, lo que abarcaría apoyar medidas fiscales u otras leyes que aunque pueden resultar personalmente desagradables, son necesarias para el bien común de la nación. Sin embargo, tal interés altruista es difícil de encontrar, incluso en las naciones “cristianas” que practican la democracia. Platón compara esto en “La República” con una bestia. La bestia es la masa del pueblo, ignorante, grande y violenta, y los sofistas o maestros de la retórica (políticos de Atenas) son los “domadores” de esta, los cuales conocen a esta bestia, y saben que hacer para enfurecerla o para tenerla controlada. Por tanto, el gobierno democrático queda a merced del capricho de la masa, alentada por el poder de los que pueden controlarla. Pero, ¿y los que la controlan?

Platón también detectó este otro punto débil, y según el libro A History of Political Theory, atacó “la ignorancia y la incompetencia de los políticos (donde podríamos incluir a los sofistas), que es la maldición especial de las democracias”. Muchos políticos profesionales lamentan lo difícil que es encontrar personas cualificadas y con talento para servir en el gobierno. Hasta los funcionarios que ganan las elecciones puede que no sean más que aficionados. Por lo que podemos deducir que la democracia es un gobierno ignorante, manejado por personas que al fin y al cabo manejan a las otras para servirse a si mismos. Y en la era de la televisión, la buena presencia o el carisma (llevándose incluso a la demagogia) pueden hacerles ganar votos que nunca ganarían por sus aptitudes administrativas. De esto podemos concluir que en cierto modo, no es política, es propaganda, publicidad. Y esto es innegable en gobiernos dictatoriales como el de Hitler o Moussolini donde la propaganda jugaba un papel clave para el control del pueblo.

Otra desventaja obvia de las democracias es que son lentas. Un dictador habla, y las cosas se hacen. Pero en una democracia, debates interminables pueden retardar la marcha de los asuntos. Por supuesto, el que cuestiones controvertidas se traten a cabalidad, puede tener claras ventajas. Sin embargo, en cierta ocasión Clement Attlee, ex primer ministro de Gran Bretaña, hizo la siguiente observación: “Democracia significa gobernar mediante la discusión, pero solo es efectiva si uno puede conseguir que la gente deje de hablar”.

Aún después de que se deja de hablar, es cuestionable hasta qué grado puede decirse que las decisiones que se toman son verdaderamente representativas de lo que “el pueblo” quiere. ¿Proponen los diputados las convicciones de la mayoría de los electores, o más frecuentemente las suyas propias?, ¿o se limitan a defender por norma la política oficial de su partido?

El principio democrático de tener un sistema de comprobaciones y controles para impedir la corrupción se considera una buena idea pero apenas es efectivo. En 1989, la revista Time habló de “decadencia gubernamental a todos los niveles”, y a un importante gobierno democrático lo llamó “un gigante envanecido, incompetente y débil”. En otro país, el presidente de una comisión designada a mediados de la década de los ochenta para investigar el despilfarro de los fondos públicos deploró la gestión, diciendo: “La administración del gobierno es atroz”.

Por estas y otras muchas razones, difícilmente se puede calificar a las democracias de gobiernos ideales. Como indicó el poeta inglés del siglo XVII, John Dryden, la verdad obvia es que “los muchos pueden equivocarse tanto como los pocos”. También, el escritor americano Henry Miller fue brusco, aunque sin embargo exacto, cuando dijo sarcásticamente: “Un ciego guía a otro ciego. Así es la democracia”.

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